un plato roto
Ayer estaba haciendo cena, todo preparado... y al salir con ella hacia el comedor, supongo que llevaba demasiadas cosas en las manos. Un plato con la tortilla en una, la bandeja del pan en la otra. Quise cerrar la puerta de la cocina, y la tortilla cayó debajo del millón de cristales.
En ese momento me dio una punzada en la barriga, como si se me hubiera quebrado un pliegue del intestino. No era por haber desperdiciado tres huevos o 15 minutos o el aceite o fregar una sartén, ni por todo ello a la vez. Tampoco por el rato de tener que recoger los cristales, o tener que cocinar de nuevo. No era por las pelas, ni siquiera (que ya era injusto) porque mi chica estuviera con la aspiradora mientras yo hacía la segunda cena.
El dolor venía de ver la tortilla, que había hecho con tanto cariño, esmero e intención, estaba allí, debajo de catorce, mil, dos millones de trocitos de vidrio, inservible, incomible, esponjosa, suave, diciendo cómeme. La había hecho yo, la había creado y cocinado, me había salido magnifique, superbe, comme d'habitude. Pero no se podía comer, tenía que tirarla.
Ya sé que no cuesta nada hacer otra, incluso la segunda me salió mejor: recordando la cena de los idiotas, en que François Pignon le hace una tortilla a las finas hierbas a su compañero de trabajo en el Ministerio de Hacienda, añadí finas hierbas y batí más y mejor los huevos. Utilicé una segunda sartén, un poco más pequeña, con lo que la tortilla ganó en grosor: presencia y textura. Estoy seguro, convencido, de que la segunda fue mucho mejor que la que terminó en la basura.
Pero me dolió tirarla.
La había hecho yo. Ni siquiera es como escribir un cuento o una canción y perderla/o, porque siempre te acuerdas de algo y puedes reescribir. Pero un plato siempre es único y absolutamente perecedero, se acaba en el mismo día y nunca tiene uno el mismo gusto, ni la misma hambre, ni los ingredientes ni los tiempos de cocción o la temperatura son idénticos.
Qué mal lo deben de pasar los cocineros cuando un cliente rechaza un plato y hay que tirarlo.
En ese momento me dio una punzada en la barriga, como si se me hubiera quebrado un pliegue del intestino. No era por haber desperdiciado tres huevos o 15 minutos o el aceite o fregar una sartén, ni por todo ello a la vez. Tampoco por el rato de tener que recoger los cristales, o tener que cocinar de nuevo. No era por las pelas, ni siquiera (que ya era injusto) porque mi chica estuviera con la aspiradora mientras yo hacía la segunda cena.
El dolor venía de ver la tortilla, que había hecho con tanto cariño, esmero e intención, estaba allí, debajo de catorce, mil, dos millones de trocitos de vidrio, inservible, incomible, esponjosa, suave, diciendo cómeme. La había hecho yo, la había creado y cocinado, me había salido magnifique, superbe, comme d'habitude. Pero no se podía comer, tenía que tirarla.
Ya sé que no cuesta nada hacer otra, incluso la segunda me salió mejor: recordando la cena de los idiotas, en que François Pignon le hace una tortilla a las finas hierbas a su compañero de trabajo en el Ministerio de Hacienda, añadí finas hierbas y batí más y mejor los huevos. Utilicé una segunda sartén, un poco más pequeña, con lo que la tortilla ganó en grosor: presencia y textura. Estoy seguro, convencido, de que la segunda fue mucho mejor que la que terminó en la basura.
Pero me dolió tirarla.
La había hecho yo. Ni siquiera es como escribir un cuento o una canción y perderla/o, porque siempre te acuerdas de algo y puedes reescribir. Pero un plato siempre es único y absolutamente perecedero, se acaba en el mismo día y nunca tiene uno el mismo gusto, ni la misma hambre, ni los ingredientes ni los tiempos de cocción o la temperatura son idénticos.
Qué mal lo deben de pasar los cocineros cuando un cliente rechaza un plato y hay que tirarlo.
Comentarios