sinfonía de placeres, primera edición (II)

Aparcamos delante de lo que pensamos era el restaurante. Ningún cartel, salvo para el bar de la familia, el de toda la vida. Entramos y nos dijeron que era al lado. Una puerta baja de madera oscura, con un ancho seto de un metro veinte de altura, daba a un pequeño jardín de un chalé. Ni una señal que indicara las dos relucientes estrellas Michelín (aunque aún brilla más la tercera: por su ausencia). La puerta de la casa se abrió, y en un minuto estábamos sentados. No hacía falta carta, y menos aún el carro de las cartas de vinos, que eran nada menos que cuatro libros, uno por tipo: blanco, rosado, tinto, dulce.

Menú degustación, elíjanos el vino, por favor.
Antes de empezar, ronda de panecillos. Una bandeja de aluminio con al menos una docena de variedades. "Pueden elegir: éste es de semillas, aquél de aceite de oliva, ése de olivas negras..." Hasta tres veces. Llegó el primer vino, un blanco alemán cuyo nombre no recuerdo, ligero, afrutado, brillante. No he vuelto a oler o probar un blanco igual. La botella recién destapada fue a parar a una mesa de servicio, no muy lejana y a la vista, donde compartía espacio con otras botellas. En ningún momento, y tuvimos hasta tres vinos abiertos al tiempo, dudó nadie del servicio sobre qué vino era de qué mesa. Cuando la copa se vaciaba, se acercaban y servían. Nada de despistarse con los detalles: uno está allí (y paga) para concentrarse en el meollo del asunto.

El cual comenzó acto seguido, serían las 14h08.

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